cuando el mundo nos obligó a parar

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una pequeña romantización del apagón nacional


Y de repente se va la luz. Es de día, vives en la costa Mediterránea, apenas se nota. Pero no es lo único que se va. No hay conexiones, en algunos sitios tampoco hay agua. No sabes nada del mundo de fuera, pero las malas voces empiezan a hablar de palabras mayores que no quiero repetir. El pánico se propaga rápido porque es inflamable y la chispa ya se la ponemos nosotros.

Nada cambia respecto a un día cualquiera. Cuando se mantiene la calma y la cabeza fría, la serenidad llega sola.

El trabajo sigue, por supuesto. Al trabajo no lo para ni una pandemia mundial. Pero se acaba, como suele hacer, y llegas a casa. Tienes toda la tarde por delante. Es 28 de abril, la noche no cae hasta cerca de las nueve y no hace ni frío ni calor. Si hubiéramos escogido un día a dedo para que sucediera el gran apagón, no lo habríamos hecho mejor.

Los comercios que se precian están cerrados. No hay nada moderno que hacer: ni Internet, ni películas, ni cine. Podría haber cogido el ordenador y escribir, pero ante la incertidumbre no quieres malgastar batería. Solo las viejas confiables: la escritura a mano, dibujar, pintar, leer, charlar con quien tienes al lado.

Reina el silencio, y puede que por primera vez haya entendido a qué se refería Patrick Rothfuss empezando El nombre del viento hablando de un silencio triple: no hay ruido en casa, ni siquiera el runrún que ya parece imperceptible de un frigorífico que lleva sin descansar veinte años; fuera de casa no escuchas la tele de los vecinos, ni sus niños hacen ruido porque han salido a la calle a jugar; en la calle la gente es prudente, los coches se cogen lo mínimo y no hay necesidad ni de pitar.

El mundo se ha parado.

No es verdad. El mundo sigue dando vueltas, pero esto es lo más cercano que habrá nunca a parar. Ni siquiera recuerdo si en 2020 se paró de esta manera.

Y tú, como buena lectora con cientos de libros pendientes, escuchas la señal del universo: ponte a leer. Y coges tu libro, coges una vela cuando se hace de noche y no hay mayor romantización que esa. Así, sin ruido, sin mayor estímulo que las palabras impresas en el papel y pendiente de no hacerte sombra a ti misma con la vela, lees. Y lees. Y a lo mejor el bloqueo lector no era tal bloqueo, sino sobredosis de estímulos. A lo mejor no es que ya no te concentres como antes, es que tienes más estímulos alrededor que a los quince años. Más redes sociales. Más contactos. Más notificaciones. Así, tranquilamente, sin poder saber nada de nadie, descubres que lo único que necesitabas para reconectar con la lectura es parar.


nota: tengo la suerte de no contar con ninguna persona cercana que dependa de luz corriente. he tenido la suerte de no llevarme ningún susto con esto del apagón. para mí, por suerte, el apagón de diez horas y media se queda en una anécdota que en algún momento contaré a las siguientes generaciones. eso no significa que otras personas no lo hayan pasado mal o hasta que hayan estado en peligro. esta reflexión sobre el apagón es mía y personal y no debe servir como generalización para el resto de personas.

dicho esto, mi más sentido agradecimiento a los trabajadores y trabajadoras que en el día de ayer salieron a ayudar a las personas y a poner orden en hospitales, carreteras, etc. sin ellos hubiese cundido el caos.

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